Me gusta pensar que las personas somos esencialmente buenas. Es decir, que en general tenemos buenas intenciones. Claro que entiendo que todos somos imperfectos y que en la práctica muchas veces sacrificamos esa virtud esencial por el beneficio resultante sin importarnos realmente lo que ocurra a nuestro alrededor.
Tal vez incluso sería valido que en su conjunto somos tan malos como imperfectos y al mismo tiempo seguir siendo en esencia… bien intencionados.
Las buenas intenciones, en su versión más pura, vienen siempre desde un lugar de sincero interés en el bienestar de la otra persona. Está siempre ligado a emociones positivas. Sin embargo, las buenas intenciones no garantizan que nuestras acciones tengan un impacto positivo en los demás; algunas veces pueden resultar perjudiciales para la otra persona.
—“Nunca hagas nada por alguien más, que puedan hacer por ellos mismos…”— me comentó alguna vez una amiga que trabajaba en el área de rehabilitación física.
Me explicaba que uno de los mayores retos de los familiares de personas con una limitación física consiste justamente en contener las ganas de ayudarlos con tareas que les cuesta mucho trabajo ejecutar.
Las buenas intenciones tal vez te impulsen a tenderles una mano, para atarse los zapatos o ponerse de pie con mayor facilidad, pero al hacerlo, no solamente entorpeces sus posibilidades de hacerlo por sí mismos, sino que al hacerlo le privas de empoderamiento e independencia. Algo similar ocurre con los niños, en la medida en la que les des mayor libertad de hacer las cosas por si solos, se desarrollan con mayor confianza y sentido de independencia; algunos padres desbordados de buenas intenciones y amor por sus hijos, se empeñan en resolverles todo; atarles los zapatos, limpiarles la nariz, levantar sus juguetes.
¿Cómo afectan tus “buenas intenciones” a aquellos que tienes cerca? ¿A tus hijos, a tus padres, a tus compañeros de trabajo, a tus alumnos? Puede ser que tus intenciones sean las mejores y aun así le estés causando un daño a la persona a la que quieres ayudar. Es un despropósito de la benevolencia y ahí está oculto el peligro de las buenas intenciones: todos somos sujetos a caer en ese juego. ¿Por qué lo hacemos entonces? Seguramente hay múltiples motivos que nos empujan a hacerlo. Uno de los más poderosos es el ego. Nos gusta —a todos— la idea de sabernos trascendentes, de que tenemos el poder de cambiar positivamente la vida de alguien más. Hay quien piensa que eso es justamente lo que le da sentido a nuestra vida.
Con esto no trato de decirte que no ayudes a los demás, por lo contrario. Lo que quiero decirte hoy es que al hacer algo por alguien más, tratemos de identificar: ¿qué tanto le estas quitando y que tanto le estás dando al hacerlo? Para que, en el nombre de las buenas intenciones, no caigamos en un perjuicio al otro con tal de sentirnos bien con nosotros mismos.
Sergio F. Esquivel – @sergio_escribe
Columna: De Paso.
Publicada por Novedades Yucatán el 17 de diciembre 2021
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