Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, no pudo más que sorprenderse.
Después de una vida entera maldiciendo su suerte, no podía creer que la fortuna finalmente le sonreía.
Ansioso cerro los ojos. Quiso callar la mente y aislarse de todo si acaso por un instante para enfocarse en disfrutar al máximo del regalo que el destino le había hecho.
Trato de controlar su respiración, quedarse quieto, no hacer ningún ruido, apretando los ojos con fuerza, tratando de alcanzar la mayor concentración.
No dejó que la ansiedad lo venciera, a pesar de la prisa que notaba en su corazón por grabarse esa afortunada coincidencia que sin quererlo había llegado a su camino.
Cuando finalmente abrió los ojos, convencido de que merecía finalmente disfrutar de su buenaventura, encontró un vacío que lo dejó helado.
El momento había pasado. Ni la fortuna, ni el destino, detuvieron su andar.
Con una sensación similar al de la brisa marina, fría y oscura, como la que nos embarga en la mar cuando el sol se oculta detrás de la última ola.
Y así se quedó por siempre.
De pie, quieto, con la ropa mojada, perdido en sus pensamientos, mirando incierto al horizonte.
Esperando que vuelva a salir el sol.
Sergio F. Esquivel – @sergio_escribe
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